No he podido dejar de pensar en aquel tren largo, ruidoso y amarillo.
Me consta que muchos de esos trenes han atravesado cientos de países mientras el “iranuo” ha ido dejando una huella profunda en cada uno de ellos.
Y de esta manera, el “iranuo” se ha ido transformando en “bombas controladas” a punto de estallar:
hemos cambiado el mundo y ahora en él habita el silencio. Silencio. Silencio.
Perfecto. Todo perfecto. Increíblemente perfecto…
hasta que una ola gigante aparece del abismo. Una ola enfadada que se levanta por los aires y arrasa todo lo que encuentra a su paso.
Y esa ola no baila …golpea.
Esa ola no es suave … es áspera.
Esa ola no es sabia…es terca.
Y esa ola arrebata a la Tierra donde nace el Sol …su luz, y la oscurece sin piedad porque esa ola es capaz de todo, debido a la fuerza sobrenatural de la que se nutre.
Las ciudades son devastadas y las costas arrasadas.
Los barcos viajan por el aire y los coches vuelan mar adentro.
Los humanos son engullidos como pequeños insectos.
Es un juego en el que somos juguetes al antojo de los Dioses. Todos nosotros. Nuestras posesiones. Nuestros sueños.
Y después de todo esto, el desastre:
N u b e s. N u b e s. N u b e s.
N u b e s N u b e s N u b e s
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Nubes negras que no lloran sino escupen fuego. Un fuego proveniente del miedo y la ira de nuestros corazones.
Y así llueve. Llueve no para dar paso al ciclo de la vida sino para destruirlo.
Y nuestros corazones no aprenden. Son tercos.
Y mientras lloramos, a miles de kilómetros esas nubes hieren y golpean. Pero están lejos, muy lejos…
o quizás no tanto.
Texto: Jose Paniagua
Ilustración: Juan Palacio
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