La noche era fría y lúgubre. Era una de esas noches características del clima nórdico en la cual la oscuridad parece haber engullido todo ápice de luminosidad.
No podría decir con exactitud dónde me encontraba porque la oscuridad era absoluta.
Sin rumbo, caminaba por un estrecho sendero que atravesaba un pequeña arboleda. No podía precisar dónde me llevaban mis pasos y no veía
dónde se incrustaban mis huellas. Así, despistado, seguí caminando durante un tiempo (tiempo casi eterno). Curiosamente, en ese instante casi «eterno», nunca
me sentí apesadumbrado a causa de la escasez de visión, el crudo frió o la soledad; y por esa razón no me sorprendió nada cuando divisé a lo lejos un conjunto
de luces que bailaban en el aire. En ese momento, pensé en toda clase de seres mágicos que ,alguna vez, en mi tierna infancia habían poblado mi imaginación ( elfos, santa compaña, luciérnagas gigantes etc.) .
Sentí curiosidad y me acerqué despacio y en silencio. Cuando llegué , extrañamente, me sentí parte integrante de aquel grupo. Había casi un centenar de personas; la mayor parte eran niños y unos pocos, menos de un tercio, eran adultos. Supuse que serían sus padres o cuidadores, pero no le presté especial importancia.
Inesperadamente, alguien comenzó a cantar. Era una melodía de las que se te incrusta en la mente y no puedes dejar de tararearla. Era un canto dulce y sabroso. No sé cuantas veces la recitamos al viento, pero nunca me cansé de escucharla ni de cantarla cuando la hube aprendido. Parecía una canción circular interminable y sólo supe que había llegado a su fin cuando el tono fue bajando hasta convertirse en un susurro. Después llegó el silencio. Permanecimos encantados por aquella paz repentina que sólo fue quebrada por alguien que lanzó al aire una pregunta intrigante:
– ¿Dónde escondemos las nueces?
Nadie respondió. Todo el mundo sacó de su bolsillo una nuez y las fueron escondiendo en los sitios más inverosímiles. !Era como si pretendiesen esconderlas para ser encontradas!
¡No comprendía nada!
En un acto automático, quizás a causa del frío, metí mi mano en el bolsillo. Estupefacto, encontré una nuez en mi bolsillo. La palpé y después de cerciorarme que realmente era una
nuez la dejé caer al suelo aplastándola posteriormente con el pie. Alguien, que me había observado, me sonrió. Son de esas sonrisas cálidas que llegan al corazón. Le devolví la sonrisa con un rubor incontenible.
Eran las siete de la mañana, sonó el despertador. Me levanté como de costumbre y después del ritual matutino de ducha y desayuno, salí de casa rumbo al encuentro de una más de las jornadas laborales.
Atravesé la calle Esperanza y me adentré en el Parque de los Robles (nombre obvio ya que estaba plagado de robles). Caminaba, ese día, con la mente perdida pensando en el extraño sueño que me había poseído.
De repente, como si de un acto reflejo se tratase , levanté la cabeza. Me quedé paralizado al observar dos ojos oscuros que me observaban desde la distancia. Era una ardilla traviesa que aferraba a su cuerpo una nuez. Inesperadamente, sonrío y con un guiño claro y nítido de su ojo izquierdo se perdió entre la maleza.
Aquella experiencia y después muchas otras cambiaron mi vida. Desde aquel momento sigo dejando caer nueces en diferentes lugares. Nueces que son recogidas por esos duendes traviesos que me han hecho comprender que la vida está plagada de momentos mágicos. Sólo es preciso querer ver. Querer oír. Querer sentir. Hoy, quiero querer y , creo que por esa sencilla razón no han dejado de cruzarse ardillas en mi camino.
Texto: Jose Paniagua
Ilustración: Juan Palacio
Deja una respuesta