La encontré un día azul de febrero…sonriendo.
Su sonrisa era amplia y hermosa como la luna creciente. El viento ondulaba su pelo negro azabache al compás del suave aullido de la brisa. Sus labios rosados y voluptuosos incitaban a la ternura y el deseo mientras su mirada te ofrecía unos profundos ojos negros, como una gruta inexplorada, que escrutaban cada ápice de mi espíritu, de mi alma.
Repentinamente, casi por casualidad, nos miramos con esa ternura infantil que denota entusiasmo y alegría y sin más…nos abrazamos. En ese momento sentí una exuberante transformación de energía y mi corazón alocado empezó a latir cada vez más y más deprisa.
Después de aquel increíble hechizo, caminamos rumbo al atardecer jugando al escondite en nuestros brazos inquietos y traviesos.
Todo parecía haberse convertido en un sueño precioso e irreal (o eso pensaba).
Al día siguiente me levanté y sorprendido miré a mi alrededor. Ella seguía yaciendo graciosa en el lecho. No sé cuantas veces me froté los ojos pero al abrirlos, una y mil veces, ella seguía durmiendo tranquila y serena. A mi lado.
No han dejado de pasar amaneceres y atardeceres y ella sigue allí de cuerpo y espíritu. Con emoción y magia. Sin miedos.
A partir de ese mágico día de febrero, cada vez que me despierto, voy al baño y me lavo la cara, regresando minutos después a la habitación para oírla respirar; disfrutando de este sueño que es real, muy real.
Texto: Jose Paniagua
Ilustración: Juan Palacio
Deja una respuesta